¿Alguna vez llegaste a la
cima de tus sueños?
Tal
vez, eres una de esas personas que fantasean y luchan a diario por escalar
posiciones. Y no sólo en asuntos materiales, me refiero a ir subiendo con la
esperanza de llegar a lo más alto de la vida, alcanzar al completo las
diferentes franjas de aquella famosa pirámide conformada por las necesidades
vitales; desde lo más básico hasta todo lo inmaterial que nos hace sentir
plenos. O al contrario… cada uno tiene sus prioridades…
La cima existe, por
supuesto. Cada uno la encuentra a una determinada altura y en un momento
preciso. A algunos el vértigo les hace caer en picado. Otros deciden volver a
bajar de nuevo por la ladera umbría. Unos cuantos se arriesgan a rodear el
terreno deslizándose en un movimiento espiral. Y también, existimos los que nos
empeñamos en instalarnos allí arriba sin la menor duda de que será de por vida.
Una vez que te emplazas
en las alturas, lo primero es acostumbrarse a vivir en equilibrio. Después, con
el tiempo, llega la estabilidad que, a menudo, se torna rutina. Empiezas a echar
de menos la sensación de peligro, la monotonía se transforma en el pegamento
que une tus pies al suelo, te aprendes de memoria cada milímetro del espacio
que te rodea… Pero hay cimas demasiado planas y kilométricas en las que todo
ese amplio terreno se te empieza a antojar ajustado a la piel. Te aprieta en
las sienes, cada vez más, el simple hecho de respirar cómodamente y echas de
menos un nuevo olor. Todo es excesivamente estable… Entonces, es cuando olvidas
todo lo que costó llegar tan alto. Olvidas las ganas y la ilusión. Olvidas,
incluso, que no lo hiciste solo… No recuerdas ni siquiera el tacto de sus manos
cuando tiraba de ti…
Comienzas a acariciar los
límites. Cada día con más intensidad. Asomas la punta del pie al vacío. A
veces, de espaldas, los talones. Empujas el aire con las palmas de las manos.
Intentas acercar la nariz a una nube más lejana, incluso más alta o, tal vez,
más baja que la altura de ese precipicio que tanto te tienta…
Así fue como nació una
nueva versión de mí mismo… Y así, me hice amigo de los monstruos que antes
temía. Me convertí en adicto a la dulzura del oxígeno que me aportaba la
mentira. Mis pulmones se ensanchaban con cada salto a una nueva cima. Mi ego
crecía. El vicio se tornó en la mejor forma de mantener en calma a la
autoestima… Aprendí a saltar sin hacer ruido. Aprendí a volar dominando los
tiempos. Aprendí a alabar sus medidas de seguridad en torno a nuestra cima sin
la intención de mostrarle que había una parte rota en nuestra balconada por la
que podía escaparme… Fui el felino que se escabulle a través de los barrotes
que limitan la terraza.
Es ahora, quizá demasiado
tarde, cuando me doy cuenta de todas las gotas de sudor que invertimos para
llegar a lo más alto. Y es ahora cuando soy consciente de que esas gotas de
sudor no fueron sólo fruto del esfuerzo, sino también de todos los momentos de
pasión, de las tardes de calor en el sofá, de los nervios por volver a verla,
de la larga espera el día en que nació nuestro hijo hace ya cuatro veranos…
Todo esto me ha enseñado que el sudor une igual que las lágrimas, igual que la
risa, igual que el amor…
El hecho de haber
obtenido este aprendizaje es el que me hace dudar de si sería eficaz sentir
arrepentimiento… Ella sabe que algo ha cambiado en mí pero jamás me ha
preguntado, simplemente me respeta como siempre. Puede que sienta lo mismo que
yo, puede que también haya aprendido a saltar en silencio y que tenga plena
conciencia de esa parte por la que es posible escapar de nuestra cima…
Lo teníamos todo, lo
tenemos.
Me gusta mi cima y me
gusta ella. Amo a la familia que hemos creado. Pero… el suelo quema y me sudan
los pies en lugar de las manos sobre su cuerpo. Aquí arriba sólo hay huracanes
de vez en cuando y no lo echo demasiado de menos. Vivimos en una falsa estabilidad
que, en el fondo, me resulta cómoda. Confesarle mi verdad sería ponerlo todo
patas arriba y a los dos nos tranquiliza mucho el orden…
La cima existe, por
supuesto. Cada uno la encuentra a una determinada altura y en un momento
preciso. A algunos el vértigo les hace caer en picado. Otros deciden volver a
bajar de nuevo por la ladera umbría. Unos cuantos se arriesgan a rodear el
terreno deslizándose en un movimiento espiral. Y también, existimos los que nos
empeñamos en instalarnos allí arriba con la eterna duda de que sea de por vida…